EL BOSQUE MÁGICO




A veces, extasiados con el paisaje desde una cumbre, exclamamos que ha valido la pena subir hasta allí aunque sólo para verlo. No estoy seguro que sea para tanto, porque volvemos otro día en medio de la niebla y la ventisca y entonces lo habrá merecido por el esfuerzo y bla, bla bla, aunque no veamos más allá del hielo de las pestañas.
En definitiva, vamos a la montaña por nosotros y no por ella. Porque no es un museo de paisajes, que para eso están los cuadros que otros pintaron y las infinitas fotos que nosotros sacamos y que pretenden ser descripciones más o menos artísticas del paisaje. Pero el paisaje no es más que fruto de la casualidad y el arte de la voluntad.

Hace unos días tuve la experiencia que contradice esta tesis o que, como excepcional, la corrobora.
Paseando bajo la lluvia por la Reserva de la Biosfera de Urdaibai, cerca de Guernika, en Vizcaya, en un paraje donde la montaña ya huele a mar, un fragmento de bosque ha sido modificado por la mano del artista que lo ha convertido en una obra de arte expuesta en la propia naturaleza como en un museo: el bosque de Oma o bosque pintado de Agustín Ibarrola.

Muchos habéis oído hablar de él, pocos lo habréis visitado. Sé que no es ni tan siquiera una excursión, sólo un paseo, pero su singularidad justifica incluirlo en un blog como este donde la montaña es un pretexto. Además es el ejemplo más importante de arte en la naturaleza o land art de nuestro país.

Permitidme ahora una pequeña disgresión “cultureta” para disfrutar más del recorrido.
El land art es una de las múltiples corrientes en que se ha fragmentado el arte contemporáneo y que tan difícil hace su aproximación al gran público y tan fácil la sospecha de fraude para muchos.
Surgió a finales de los años sesenta del pasado siglo con el ánimo de sacar el arte de los antros de los museos y situarlo al aire libre (en el mar, el desierto, la montaña, el bosque), rompiendo con los materiales académicos y sustituyéndolos por los propios naturales (rocas, nieve, hierba, árboles) con la intención de convertir el paisaje, resultado fortuito de la actuación geológica, atmosférica, hidrológica o biológica, en una obra de arte mediante la intervención del artista. Al final resulta tan importante esta intervención como el resultado, y éste incluso carece de la inmutabilidad que se le supone a una obra de arte concluida.

En esto consiste el bosque de Oma, un recorrido altamente recomendable para todos los amantes de la naturaleza que tantas veces la hemos visto destrozada por la intervención humana y que aquí la ha convertido en algo más que un bonito paraje natural: un bosque mágico.





Agustín Ibarrola realizó la obra en un bosque de robles, castaños y sobre todo pinos en la ladera occidental del vallecito de Oma (Kortezubi) donde está su casa familiar, entre los años 1982 y 1985.
Son 47 pinturas en los troncos rugosos de centenares de árboles agrupados a diferentes profundidades de campo y diversas alturas en la pendiente, que adquieren el sentido que el artista quiso darles al contemplarlas desde puntos de vista debidamente numerados y señalados en el suelo con flechas de metal. Muchas pinturas son así reconocibles y tienen su título: El Beso, El Rayo Atrapado, El Arcoiris de Naidel, Los Motoristas incluso. Pero, aparte estas sugerencias del artista, otra visión es posible, la ambulante que surge cambiante a cada paso y que impone con naturalidad una abstracción que nos conecta con el origen prehistórico de la pintura corporal y totémica. Primitiva y libre de toda sofisticación intelectual, a los niños les encanta.

En todo ello hay una intencionada conexión con la cercana cueva de Santimamiñe, donde empieza el recorrido, santuario del arte paleolítico francocantábrico… aunque, lástima, las pinturas y grabados no son visitables.
Sin embargo atrae a muchos su visita virtual con sofisticadas gafas tridimensionales en el centro de interpretación que hay a pie de coche y, por supuesto, al lado mismo el restaurante Lezica, en un caserío del siglo XVIII, se llena con muchos más que cucharean su célebre alubiada. La mayoría de ellos, y los que no pasan del cercano islote de Gaztelugatxe porque allí se rodaron unas escenas de Juego de Tronos y les basta, no harán el recorrido que lleva al bosque de Oma. Mejor.

En total hay que caminar unos 8 kms. de ruta circular de ida y vuelta, salvar un desnivel de 204 m. e invertir unas tres horas. Hay visitas organizadas para grupos, pero mejor si no hay nadie y llueve, con paraguas y botas de agua… para entender lo que es la magia.



VICENTE DE HEREDIA Y EL ORIGEN DEL PIRINEISMO EN ESPAÑA




La conquista de las cumbres más altas de la cordillera pirenaica es el punto de partida de lo que hoy se llama montañismo pirenaico o pirineismo.
Su origen se remonta a los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX.

Hasta entonces los habitantes de las dos vertientes de la cordillera, los montañeses, se habían limitado a sobrevivir en un entorno difícil y aislado, especialmente al sur, refugiados en el fondo de sus valles, ignorando las alturas y sólo aproximándose a ellas cuando lo imponía la necesidad.
La necesidad de proveerse de madera de los bosques, de trashumar en verano con el ganado hasta las plletas, de contrabandear por los puertos con el otro lado de la frontera o, como mucho, dar caza a algún sarrio enriscado por las tucas.
Para el montañés, el Pirineo siempre ha sido sólo “monte”, es decir, esa parte del territorio montañoso que puede ocuparse con una finalidad práctica. Así desde la prehistoria.
Más arriba, las altas cumbres carecían de interés alguno y sólo eran lugares donde se refugiaban las leyendas y amenazaban los peligros. ¿Para qué subir hasta allí?

Fragmento entre Torla y Broto del mapa de Roussel, 1730


Pero a lo largo del siglo XVIII el pensamiento ilustrado cambió la percepción que se tenía del mundo, y por tanto de las montañas. Ahora se las empezó a ver a través de la luz de la razón y no de la fe, del conocimiento y no de la superstición. La ciencia era capaz no sólo de entender la realidad sino de mejorarla.
Este fenómeno cultural que se conoce como Ilustración, y su época como Siglo de las Luces, surgió en Francia y se extendió a todo el continente sentando las bases del mundo contemporáneo: las revoluciones políticas e industriales, la sociedad de clases y el laicismo.
Arraigó entre una minoría burguesa (con alguna excepción) que sólo tenía cosas que ganar con los cambios frente a los viejos estamentos privilegiados del clero y la nobleza.
Para ellos el “monte” pasó a ser la “montaña” que incluía hasta las alturas antes innombrables y ahora objeto de conocimiento científico. Luego vendrá el gusto estético (romanticismo) para continuar como objeto de consumo de los nuevos ricos y finalmente de todos.
Los montañeses del Pirineo, quedaron al margen de aquellas entelequias pero, cuando a sus valles llegaron los primeros ilustrados en busca de explicaciones sobre la formación de la cordillera (geólogos), sobre su altura y el aire enrarecido (físicos), sobre sus plantas y propiedades medicinales (botánicos y médicos), sobre su representación gráfica (topógrafos y cartógrafos)… algunos, aunque no entendían nada, se aprestaron a acompañarles como guías… por un buen dinero, por supuesto, que el hambre apretaba lo suyo.

Estos pirineistas que subirán por vez primera a las principales cumbres de un lado y otro de la frontera sólo vienen desde el norte, con lo que el fenómeno que protagonizan es, en su origen, exclusivamente francés.

Las razones de esta disimetría son tanto políticas como geográficas.

Mientras que en Francia, de donde irradia el pensamiento ilustrado, éste se materializó violentamente con su revolución (1789) y proyectó al país hacia el futuro, en España el miedo al contagio revolucionario terminó con el incipiente reformismo ilustrado (Carlos IV) y la guerra de Independencia (1808-1814) nos devolvió al pasado. Cien años de retraso que condujeron a un desencantado Goya, buen testigo del momento, a exiliarse en Burdeos, Cien años de retraso que justificaron entonces la frase atribuida a Dumas de “África empieza en los Pirineos”.
Difícilmente los Pirineos iban a verse inundados de sabios curiosos venidos desde España… salvo, en todo caso, Vicente de Heredia.

Además, el tránsito de personas y de ideas desde el sur hacia el interior de las montañas siempre ha sido mucho más complicado que desde el norte donde los valles se abren directamente a la llanura. Por España, las sierras del Prepirineo y sus congostos dificultaban el acceso. Hasta el punto de que los montañeses, aislados por ese lado, conservaron su propia lengua residual (patués, chistabín, cheso, ansotano) frente al castellano y la usaron como lengua franca, similar al gascón occitano, en sus contactos mucho más frecuentes con las gentes de la otra vertiente.
En fin, que era más fácil acceder desde Francia, que desde la propia España… salvo alguna excepción como Vicente de Heredia, que era grausino.

Así las cosas resultaba inevitable lo que sucedió: la conquista de las cumbres más altas del Pirineo, las “montañas” más allá de los “montes”, fue obra de un numeroso grupo de intelectuales franceses que van desde Louis Ramond de Carbonnières hasta conde Henri Russell a lo largo de todo el siglo XIX.

Casa de los Heredia, con su espléndido alero y pinturas murales, en la plaza Mayor de Graus (Huesca)


Vicente de Heredia y Alemán es la excepción que confirma esta regla.
Nacido en Graus, donde confluyen los ríos pirenaicos Ésera e Isábena, en el seno de una familia de la pequeña nobleza rural, hizo carrera fuera de su pueblo. Capitán del ejército, fue secretario del también aragonés conde de Aranda, hombre fuerte de la política española y reformista, convencido de las nuevas corrientes de pensamiento que llegaban desde Francia. Voltaire dijo que “con media docena de hombres como Aranda, España quedaría regenerada”. No debió haberlos y menos lo fue Godoy que le sustituyó en la confianza del rey Carlos IV.
Desde la paz de los Pirineos (1659) la cordillera había adquirido una importancia estratégica que antes nunca tuvo. Pero los mapas existentes entonces (Samson, 1696) resultaban tan imprecisos que casi era preferible fiarse de los de época romana (Estrabón o Plinio).
Pero con la llegada al trono de Felipe V, primer Borbón, las buenas relaciones entre España y Francia (Pactos de Familia) podían facilitar las cosas. Además era necesario conocer con claridad los límites de cada reino para imponer la nueva política centralista y prever los conflictos fronterizos que acabarían por llegar. Así se planteó la necesidad de crear una Comisión Bilateral de Fronteras (Comisión Caro-d´Ornano, 1785) que cartografiara definitivamente la cordillera. De ella formaba parte el capitán Vicente de Heredia al que le correspondió trabajar la zona central oscense.
Los trabajos estaba previsto que duraran hasta 1806, pero se interrumpieron antes de tiempo (1792) con la radicalización revolucionaria en Francia (ejecución de Luis XVI, pariente de Carlos IV) y  poco después se suspendieron definitivamente (guerra de la Convención con Francia, 1793-95).
Durante el breve periodo de trabajos, Heredia se movió por el Pirineo central. Apenas hay documentación. Se sabe que en 1791 cartografiaba en la vertiente que linda con el circo de Gavarnie. Por entonces subió el primer tresmil español, el Taillón (3144 m.), puede que también el Argualas (3044 m.), Tendeñera, Mondarruego, la Fraucata, Peña Montañesa. Los subió, o envió a algún pastor a que lo hiciera para colocar allí un mojón como referencia para sus mediciones geodésicas.
Cuando Ramond alcanzó el Monte Perdido en 1802, envió antes a sus dos guías junto con un pastor de Pineta a buscar el camino y acabaron llegando hasta la cima. Cuatro días después él también subió. En lo alto un montón de piedras testimoniaba que otros habían estado allí antes. Heredia podría habérsele adelantado diez años…

Tal vez algún día pueda documentarse esta primera. Pero ni aun entonces podría situarse aquí el origen del pirineismo, ni siquiera del español, por dos razones:
En primer lugar porque las ascensiones de Heredia, aun siendo él un reformista ilustrado a la española, obedecían a un trabajo militar estratégico por encargo que no hubiera emprendido por iniciativa propia. Igual que la primera ascensión en 1492 al Mont. Aiguille en el Vercors por el capitán Antoine de Ville fue el resultado de una orden directa del rey Carlos VIII para satisfacer su ego y no resultó ser el origen de la escalada por mucho que se pretenda.
En segundo lugar, porque sus supuestas primeras pasaron desapercibidas y no tuvieron continuidad en este lado de la cordillera, donde hizo falta que pasara casi un siglo para que sucediera algo así (C.E.C. 1890). Al igual que la gesta personal del capitán de Ville, que dista casi trescientos años del auténtico origen del alpinismo, la primera ascensión al Mont Blanc (1786).

Sin embargo bien merece conocerse y reconocerse la singularidad de este “ilustrado del Pirineo”, como ya se ha empezado a hacer en las investigaciones de Juan José Nieto que expuso en la V Semana del Pirineismo de Graus que lleva el nombre de Vicente de Heredia.